A diferencia de los hombres, las mujeres
no soñamos con desprolijidad. Nuestras fantasías son el cuadro hiperrealista de
un artista obsesivo. No nos alcanza pensar en un par de brazos fuertes o en un
millón de dólares caído del cielo. Para fantasear como se debe, las mujeres
necesitamos verosimilitud marcial.
Si vamos a soñar que nadamos en dinero,
antes de gastar un centavo virtual necesitamos saber cómo llegó esa plata a
nuestras manos, si retiramos una suma fija del banco o tenemos baldes llenos de
monedas, si vamos a dejar de trabajar de por vida o si vamos a seguir
haciéndolo por placer.
Este vicio, sin embargo, tiene efectos
colaterales que nos perjudican. {…}
El segundo, es que
tenemos miedo de que se nos suelte el último cable conectado al sentido común y
se nos borre el delicado límite que separa la realidad de la ficción. Que un
día, presas de un delirio romántico, entremos al aula de la universidad
vestidas de novia, con todo el maquillaje corrido, a decirle que sí, que nos
vamos a casar, a un profesor que apenas si retiene nuestro apellido.
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